Las cajas de cartón cubren casi por completo un lateral de la estancia, cada una de ellas marcada con una fecha y una serie de anotaciones jeroglíficas. En su interior, objetos sin aparente relación: un mapa con indicaciones a lápiz en aquella pequeña de la esquina, una vieja fotografía y un frasco azul de perfume en esa otra del fondo, un antiguo disco de vinilo y una receta de magdalenas con vainilla en esta de aquí.
Siempre le acompaña un pequeño cuaderno de tapas desgastadas donde va anotando títulos de canciones, temas de conversación, lugares, mareas y fases de la luna. Meses después, tal vez años, tomará con delicadeza una de las cajas y volverá a recrearlo todo: la música de fondo, el rumor de las conversaciones en otros idiomas, el sonido lejano de las olas, aquel aroma casi olvidado.
Y a veces, cuando cae la noche, el cazador de recuerdos roza con los dedos las letras grabadas en cada una de las cajas y la expectación se refleja en sus ojos. Pero es cuando mira hacia las paredes aún vacías cuando sonríe.
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